El término “depresión” se ha convertido en el comodín para subsumir bajo su nombre buena parte de los afectos que pueden acompañar  los avatares de una existencia.

Freud, en su texto fundamental “El malestar en la cultura” (1930) planteaba que el sufrimiento nos amenaza desde tres frentes: desde el propio cuerpo que no puede evitar los signos de alarma que representan el dolor y la angustia; desde el mundo exterior, que puede encarnizarse con fuerzas destructoras; el de las relaciones con otros seres humanos. Señalaba también que quizás fuera en este plano  donde el sufrimiento se hiciera más doloroso que en cualquier otro.

Estar “depre”, “bajoneado”, desanimado, “vacío”,  aburrido, desorientado, angustiado, triste, etc., son algunos de los nombres que un sujeto puede dar a un momento difícil en su vida.

La medicalización generalizada, de la mano del imperativo de consumo que impone las leyes del mercado capitalista, parece aspirar a eliminar cualquier signo de malestar subjetivo.

La respuesta farmacológica, que  si bien en ciertos casos no se debe excluir, cuando es la única,  deja de lado la cuestión del sujeto, de la modalidad más singular  que alguien encontró para expresar su dificultad de vivir.

¿Todos deprimidos? No para el psicoanálisis. El encuentro con un analista puede permitir, a quien consiente a ello, reconocer cómo está implicado íntimamente en lo que le pasa,encontrar un nombre  propio, único, para su malestar, hacerse responsable de él, re-anudar con su deseo, y volverse la vida más vivible.

 

Dora Saroka