Cierta cuota de agresividad es correlativa a la vida en sociedad,  para relacionarnos debemos ceder algo de nuestras satisfacciones primeras y esa renuncia, dice Freud, deja irremediablemente un resto de malestar que se traduce en algún grado de tensión en los lazos.

Jacques Lacan, avanzando en la misma dirección,  distingue los conceptos de agresividad del de violencia.

Es propicio que estemos advertidos que en un grupo, de dos, de tres o más: en la pareja, en la familia, en el grupo escolar, con los amigos, etc., inevitablemente surgirá  alguna incomodidad.  Incluso instalando el diálogo: “no me escuchó!”, “No me entiende”, “tengo que gritarle para que le entre lo que le digo!”.   Vale que digamos también, que determinado monto de agresividad hasta es necesario para vivir en sociedad: nos sirve de defensa, para marcar una posición, para diferenciarnos del otro y por qué no, para orientarnos en que lo que odiamos en el otro, que sin duda implica algo que nos embronca de nosotros mismos.

La violencia física o verbal, irrumpe cuando esa agresividad se desencadena tomando magnitud radical al no encontrar diques simbólicos que la encausen. Lo que hoy toma la escena actual y que nos hace hablar de la violencia como síntoma de esta época,  es la deflación de los marcos simbólicos que operen de reguladores en las relaciones entre los miembros de un grupo.

En el campo de la preocupación por la infancia actual, lo que viene a ese lugar es la política del control, ya sea por la vía de la medicación o por la idea del cumplimiento de estándares de normalidad que cada niño debe cumplir con objetivos prescriptos para cada etapa.   El saber científico determinaría los límites que demarcan lo que corresponde a cada niño alcanzar en cada ciclo de desarrollo.  Este discurso imperante en nuestra sociedad actual produce una opacidad a la hora de leer los afectos que se juegan en los lazos familiares.

He recibido últimamente consultas de padres de niños que me piden evalúe el grado de agresividad “inherente a la naturaleza de sus hijos”.  La idea que traen es que de nacimiento traen una “tendencia irrefrenable de sus impulsos” y que eso traerá indefectible un agravamiento al ingresar a la etapa de la adolescencia por lo que “conviene controlar esos estallidos preventivamente”.

Alojar esos interrogantes de esos padres en la escucha de la práctica del psicoanálisis, permitió ingresar el grado de impotencia que experimentaban en el lazo a sus hijos, implicarlos en la angustia que esto les despertaba, y comenzar a despejar, por ejemplo, en uno de los casos el “enojo y la bronca” del niño, que no era interpretado por sus padres,  al estar todo taponado por esta idea de su “naturaleza violenta”. En otro de los casos, pudo aparecer lo insoportable del lugar de rechazo del sentido que tomaba el gusto por sus juegos activos y con movimientos de varones en una familia de “todas mujeres tranquilas”.

 

Beatriz Gregoret