Podemos constatar que hoy en día el recurso más difundido para enfrentar la angustia es el uso de alcohol y de drogas. Nada nuevo si tenemos en cuenta que ya Freud nos advertía de la eficacia, así como de los peligros, de estos “quitapenas[1]”. Lo nuevo, en todo caso, es que lo que en otro tiempo era un síntoma aislado en la cultura, es decir, solo algunos lo manifestaban, ahora se ha generalizado. La docilidad con la que el hombre de nuestro tiempo se deja seducir por las reglas del mercado lo ha llevado a creer no solo que su angustia podrá ser tramitada por la vía del consumo de sustancias y de objetos sino, además, que esa es la vía por la que llegará a encontrar la tan anhelada felicidad.
Por el otro lado, como efecto rebote, tenemos una voluntad cada vez más virulenta de controlar, de vigilar y de prohibir que contribuye a empeorar considerablemente las cosas. Tomemos por ejemplo lo que ha pasado con las políticas prohibicionistas en relación al alcohol y a las drogas: “La Ley seca” primero y más recientemente la llamada “Guerra contra las drogas”. No sólo no se disminuyó el consumo sino que se globalizó y es llamativo comprobar como, a pesar de todo, se insiste en la idea de que es la única vía de salvación al flagelo de las drogas y que si la solución esperada no se ha alcanzado aún no es porque la política esté errada sino porque no se la debe haber aplicado con la suficiente mano dura.
El descubrimiento del inconsciente es el más conocido pero de ninguna manera el único legado del Psicoanálisis. Que hay “un más allá del principio del placer[2]” es sin duda otro descubrimiento tan subversivo como el del inconsciente: el hombre busca menos su placer, su bienestar y mucho más su satisfacción, aunque esta satisfacción lo haga sufrir o le haga daño. Creer que la mano dura va a poder corregir esta torcida y poco sensata naturaleza humana es una ilusión que no se cansa de fracasar.
Digamos que hay un empuje que, más allá de cada quien, se repite sin cesar. Es una repetición involuntaria, inevitable, imparable. Una repetición que no suma, que no enseña, que no tiene razón ni sentido. Es ese eterno retorno con el que cada quien se encuentra muy a pesar de sí mismo que lleva a decir: por qué siempre me pasa lo mismo? Ahora bien, cuando este empuje toma la forma toxicómana, cuando esta repetición insensata toma la forma de una adicción a las drogas o al alcohol, podemos estar seguros de que estamos en presencia de uno de los padecimientos más tormentosos y más difíciles de conmover.
Esto implica una posición que aunque modesta, en tanto reconoce el estatuto indomesticable del empuje pulsional, no retroceda frente a la posibilidad de encontrar soluciones a la medida de cada quien. Esta es la apuesta del psicoanálisis.
Liliana Aguilar