Dancing en el Titanic.

Jorge Castillo

¿Dónde estábamos cuando nos sorprendió esta pandemia? ¿En que estábamos pensando? ¿Hacia dónde se estaba moviendo la civilización? Difícil recordar, una niebla de nostalgia estulta nos impide ver. Hay sin embargo -en apariencia- un consenso: ¡Todo el mundo quiere volver! ¿A dónde?

Hiroshima dio forma a un fantasma global que enmarcó la segunda parte del siglo XX: el mundo puede terminar en cualquier momento. Bastaba con que alguien apriete ese botón rojo… ¡Damocles generalizado! Cuando se vive bajo una espada que pende, es mejor olvidarse de eso. ¡Mejor olvidarse de todo!

Este siglo parece en cambio haber comenzado con otro fantasma, declinación del anterior: el mundo ya terminó, habitamos sus ruinas.

 Ring, ring, ring. Las palabras de Greta en la ONU: “No quiero que tengan esperanzas, quiero que tengan pánico. ¡La casa está ardiendo!”. Al igual que el “Padre: ¿acaso no ves que ardo?” de Freud, despiertan para seguir soñando.

¡PUM! El tono maníaco-depresivo de la época es impactado por la pandemia como una fantasía hecha realidad. La angustia se produce en el instante de la certeza: momento de desestabilización en el que nos vemos reducidos a nuestro propio cuerpo.

 La incertidumbre sobre el futuro se funda sobre esto y encubre el hecho de que solo hay certidumbre anticipada: esto recién empieza. Tal como lo decía Lacan en el seminario XVI, vivimos en el infierno.

Miller nos recuerda en el último Scilicet que la vocación del analista es dar cuenta con su presencia del encuentro con lo real, un encuentro siempre fallido entre sueño y despertar.